ZAPATOS DE NIÑO POBRE

Mientras estábamos en la tienda ubicada, si mal no recuerdo, en la calle Huérfanos, nos preguntábamos quien sería nuestro dueño.  Todos querían pertenecer a un niño de familia rica, de esas que viven por allá arriba.  Las razones eran diversas, se trabaja poco, claro, te llevan y traen del colegio en auto, decían algunos.  Otros agregaban que, seguro que tienen más zapatos y no siempre se ponen los mismos.  No faltaba el que soñaba con fiestas y bailes

Bueno, como ustedes se imaginarán, a mí me tocó que me comprara una señora pobre, mamá de un niño pobre.  Fue a principios de año, yo estaba tranquilo, un poco aburrido en mi caja, cuando viene el vendedor y dice en voz alta, -¡ven para acá, negro del 36!-.

El muchacho introdujo su pie dentro de mí y de inmediato sentí un calorcito agradable, caminamos un poco por la tienda y él dijo -mamá estos me acomodan-.  La señora, desconfiada, quería asegurarse que todo estaba bien, apretó con mucha fuerza mi punta hasta comprobar que yo era el adecuado para su hijo.  Pasada exitosamente la prueba, salimos de la tienda y partimos en micro a la que sería mi casa por un buen tiempo.

Sentado en su cama, debajo de la cual yo pasaría muchas noches, Manuel, ese era su nombre, abre la caja y comienza a mirarme con mucho cariño, pasando cuidadosamente su mano sobre todo mi cuerpo.

¡Mamá!, grita el niño, ¿los puedo usar mañana?.  –No hijo, el domingo te los pones cuando vayamos a misa y después, en cuanto regresemos te los cambias por los viejos, recuerda que te tienen que durar todo el año-, respondió su madre.

Llegó el domingo, fuimos a misa, regresamos.  Manuel me cambió por mi compañero, me devolvió a la caja y me guardó en el ropero.  Ese era el último domingo de febrero.  Yo había escuchado que faltaba poco para que Manuel fuera a la escuela y tenía la esperanza que yo lo acompañara, sí porque ya estaba un poco aburrido de estar adentro del ropero.

Al domingo siguiente, una vez que regresamos de misa, Manuel me cambió por mi compañero, pero en esa oportunidad no me  guardó en el ropero, me dejó al lado de su cama.  Al día siguiente, Manuel debía ir al colegio y yo con él.

En el silencio de la noche, le pregunté a mi compañero como era eso de ir al colegio.  -Cansador, pero tiene sus recompensas, mejor no te digo más y averígualo por tu cuenta-, fue su respuesta.

Desde el día siguiente, acompañé a Manuel todos los días que fue al colegio, bueno, no todos, excepto un día lunes, pero eso se los cuento más tarde.

Mi primer día de colegio, fue agitado.  Partimos con Manuel y su madre muy temprano. Caminamos un par de cuadras, nos subimos a una micro.  Íbamos bien apretados, me pisaron varias veces.  Cuando nos bajamos, Manuel me miró, y en un acto que se repetiría muchas veces durante nuestra vida en común, me frotó contra la parte de atrás de su pantalón, así quedé reluciente como zapato nuevo.

Llegar al colegio como zapato nuevo no fue una buena idea.  Se acercaron a Manuel unos muchachos un poco más grandes que él y comenzaron a gritar, ¡Zapatos nuevos!, ¡zapatos nuevos! y trataban de pisarme.  Me puse muy contento porque Manuel me defendía y saltaba de un lado para otro para evitar que me hicieran daño, hasta que él ya no pudo más y me dieron varios pisotones.  Más orgulloso me sentí de Manuel, cuando le da tanta rabia que grita ¡Basta! Y levanta con fuerza su pierna derecha y yo me entierro en el culo de uno de los atacantes.  Cuál sería la sorpresa de los agresores, al ver tal decisión de Manuel que se fueron a sus salas de clase y nos dejaron tranquilos.  Antes de entrar a clases, nuevamente Manuel me hizo cariño frotándome contra sus pantalones.

Estar en la sala de clases, para mí fue siempre aburrido, sentía a Manuel inquieto, me movía de un lado a otro sin ton ni son.  Un día me dio bastante susto, porque él desabrochó los cordones y sacó sus pies fuera de mí.  Yo pensé que me iba a dejar ahí botado, no sabía cómo volver a su casa.

En cambio los recreos me gustaban, es que a mí me hicieron para eso, correr, saltar. Manuel era bueno, corría fuerte y a mi me gustaba que él ganara.  Yo trataba de ayudarlo lo más que podía, me agarraba firme al suelo, trataba de no resbalarme y cuando el cambiaba bruscamente de sentido yo me acomodaba rápidamente para que no se dañara los pies.

Lo que más me alegraba era cuando él jugaba a la pelota, yo terminaba bastante sucio, pero Manuel tenía un pañito en su escritorio y con él me limpiaba.  A veces no era suficiente con eso, entonces me lavaba con un poquito de saliva.  Así, cuando su madre lo iba a buscar a la salida del colegio, yo estaba reluciente.

Ahora les cuento porqué no fui ese día lunes al colegio, pero mejor voy en orden.

Eso pasó en la primavera.  Antes les quiero contar que un día sábado su mamá nos llevó a un parque, creo que era El Forestal, ahí habían muchos árboles y el suelo estaba cubierto de hojas, de distintos tonos de rojo y algunas amarillas.  Manuel corría de un lado a otro pisando esas hojas y yo escuchaba el sonido que hacían al resquebrajarse.  Ese fue un lindo día, lo pasamos muy bien y volvimos varias veces más a ese parque.

Manuel me cuidaba mucho, tanto que en invierno, cuando llovía me cubría con fundas de goma para que yo no me mojara, es que a mí no me gusta mucho el agua, me hacía mal, no fui hecho para eso.  Por eso que me daba susto cuando, en esos días de mucho frío, temprano camino a tomar la micro para ir al colegio, Manuel me obligaba a pisar las pozas de agua que estaban escarchadas, a él le gustaba el sonido que se producía, tanto como las imágenes que se formaban al quebrarse el hielo.

Los domingos íbamos a misa.  Antes de entrar a la iglesia, su mamá nos llevaba para que me lavaran la cara.  Primero me escobillaban, después un poco de pasta, del mismo tipo que casi todas las noches antes de acostarse me colocaba Manuel.  Después colocaban un poco de tinta y terminaban pasándome bien fuerte un paño.  Puchas que quedaba lindo, claro que esto duraba poco, el lunes, con la primera pichanga en el colegio se acababa todo.

Ahora les cuento lo que pasó en primavera.  Fue a fines de septiembre, esa semana habíamos jugado muchas veces fútbol en el colegio y en el barrio donde vivíamos.  Todas las tardes se juntaban varios niños a jugar en la calle, era bien divertido, jugábamos al pillarse, a la escondida, al paquito ladrón y otros, pero el juego que más le gustaba a Manuel era el fútbol.  Había sido una semana bien agotadora, así que ese día viernes yo no daba más de cansancio y estaba preocupado porque la suela del derecho se estaba soltando, pero Manuel seguía y seguía jugando, no paró hasta que mí suela se soltó.  Manuel al ver esto corrió hasta la casa, tomó una tijera, cortó mí suela y volvió conmigo a jugar a la calle. Eso sí que me dolió, yo nunca esperé de él algo así.  Cuando su mamá llegó y se dio cuenta de lo que había hecho lo retó, yo me alegré, él se lo merecía.  Al día siguiente que era sábado, a Manuel lo dejaron castigado, sin salir de la casa, su mamá me tomó y me llevó donde un caballero que yo no conocía y le dijo -media suela por favor y ¿para cuándo podrían estar listo?-, y agregó, -son los únicos que tiene mi hijo para ir al colegio-.  El señor le contestó que -se los tendría listos el lunes en la tarde-, así que yo pasé ese fin de semana, en ese lugar extraño y no supe que pasó con Manuel hasta que volví a casa el lunes, y por eso yo no fui al colegio ese día.

El último día que fui con Manuel al colegio, fue bien especial, esa vez fuimos con su mamá pero en la tarde.  No entramos a ninguna sala de clase, estuvimos en el patio del colegio. Todos los niños estaban ahí, el único que había ido solo con su mamá era Manuel.  Nunca supe que pasó con su papá.

Manuel estaba nervioso, sentado junto a sus compañeros, movía todo el tiempo sus pies, yo me estaba cansando y aburriendo cuando de repente lo nombran y él se para, sube unos escalones y le entregan un diploma por ser el primero de su clase.  Bajó tan rápido que me hizo tropezar y casi nos caímos, corrió hasta donde estaba su madre y le entregó a ella su diploma.  Antes de volver a su asiento, lo llaman de nuevo y le entregan otro diploma, por ser el mejor compañero.  Ahora sí que estaba feliz, pero más contento se puso cuando su mamá nos llevo hasta un lugar, que creo que se llamaba Ravera, para que se sirviera una pizza como premio por sus diplomas.

Pocos días después, su mamá me tomó entre sus manos y mirándome con cuidado dijo, -estos zapatos todavía están buenos y a lo mejor le pueden servir a un niño pobre-.

Desde ese día vivo en el ropero, esperando que me lleven a otra parte, con otro niño y ojalá que me cuide como Manuel. Fue un buen año.

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