Su risa

Era la misma hoja que, en mayo del año mil novecientos sesenta y cinco sorpresivamente y sin previo aviso, arrancó del libro que yo leía durante nuestra estadía en la ciudad de San Felipe. Habíamos ido por un mes para ayudar en la reconstrucción de esa ciudad, fuertemente afectada por el terremoto del mes de marzo anterior.

—Perdóname por esta locura —me dijo—, es que estoy enamorado hasta las patas.

—Al menos pregúntame si puedes arrancar alguna parte de este libro, y mejor aún, regálale el libro completo, aquí lo tienes. En cuanto a lo de enamorado te lo he escuchado otras veces.

—Esta vez es en serio. Discúlpame, en Santiago te compro una edición mejor.

—¿Con que plata me la vas a comprar, si no tienes ni para puchos? 

—Es que es su risa amigo, su risa. De eso me enamoré. Cuando la conozcas lo entenderás y ya veré como me las arreglo para no estar en deuda contigo.

Venía de Copiapó. Conoció Santiago el día del exámen de admisión a la Universidad. De origen humilde, hijo de pirquineros, vivía al tres y al cuatro. Su sueño era especializarse en minería.

Era un tipo simpático, alegre, querible, al cual uno estaba siempre dispuesto a ayudar. Dos meses estuvo alojando en mi casa y compartí con él mi dormitorio, mientras tramitaba la beca que había conseguido por su excelente desempeño académico.

 Le conocí varias novias antes que en San Felipe se enamorara de la estudiante, que ese año terminaba los estudios de Servicio Social y que también estaba en ese lugar cooperando con los damnificados. 

El último día de nuestra estadía en esa ciudad, la Municipalidad nos entregó de sorpresa una cierta cantidad de dinero a cada uno por los servicios prestados. Esa noche estuvimos hasta el amanecer, bailando y bebiendo en un tugurio gastando todo lo que nos habían dado. 

Él, nunca faltaba a las parrandas que teníamos en Santiago. Esa vez no estuvo presente. En cuanto nos pasaron los billetes, corrió a comprar un pasaje y partió ese mismo día a Santiago a juntarse con su amor, que había terminado una semana antes su trabajo en San Felipe dejándolo triste y en silencio, contando las horas que faltaban para el reencuentro. 

Ese año perdí una hoja del libro de Neruda y el grupo, al capitán del equipo de fútbol. Los dos años anteriores habíamos ganado el campeonato de futbolito de la Escuela de Ingeniería. Él era el alma del equipo. Jugaba, ordenaba, nos hacía jugar a todos, pero desde que regresamos a la capital, solo lo veíamos en clase y nunca más fuimos campeones. Había sido abducido por el amor.

Tenía razón mi amigo. Nunca he vuelto a conocer una mujer con esa risa. Reía con sus ojos de color verde, con su carita redonda y nariz respingada, con el cuerpo entero, desde lo más profundo de su ser. Reía, con todas las vocales. Si él no se hubiera cruzado con ella antes que yo…

Cuando egresamos de la Universidad, mi compañero y su pareja que ya tenían un hijo, se fueron a trabajar al norte en la minería. La vida nos llevó por caminos distintos. 

Hacía varios años que no sabía nada de ellos. En una oportunidad —a comienzos de los años noventa—, me encontré con él por casualidad en el aeropuerto de Santiago. Habían recién vuelto del exilio que lo habían vivido en Noruega.

—Nos tuvimos que ir en el setenta y cuatro. Los milicos no soportaron su presencia —me dijo y continuó—, recuerda que es Asistente Social. Con su ánimo y su risa apañaba a las mujeres que habían perdido a sus familiares a raíz del golpe militar, y las acompañaba a los regimientos, tribunales y comisarías en la búsqueda de ellos, varios nunca aparecieron. 

«Un día fue a buscar a nuestro hijo al colegio, ahí la estaban esperando dos tipos vestidos con terno, corbata y el pelo muy corto que le dijeron: —cuidate loca con lo quehacís, si no vas a llorar en vez de reír—. La tenían fichada, no podíamos poner en riesgo al niño, así que nos auto exiliamos.

Desde aquella vez no había vuelto a saber nada de mi compañero hasta el diez de marzo del dos mil diez, cuando leí la esquela que indicaba el fallecimiento de su esposa y que su funeral sería al día siguiente.

Al llegar a la capilla del cementerio donde la velaban, se acercó a saludarme y me dijo: —su risa no fue suficiente para vencer el cáncer—. Nos abrazamos y lloramos juntos. 

—Ven conmigo, te quiero mostrar algo —me tomó de los hombros conduciéndome hasta quedar frente al féretro, sobre el cual se encontraba en un marco de madera el poema de Neruda, “Tu risa”. La hoja se veía amarillenta, los dobleces marcados indicaban que había sido desplegado muchas veces, guardado, cuidado y envejecido por más de cuarenta y cinco años de existencia—.

«Gracias por no enojarte conmigo y seguir soportando mis locuras. Muchas veces le leí a mi mujer este poema y cada vez recordaba la cara que pusiste cuando arranqué la hoja de tu libro. Ahora te puedo confesar una intimidad; un día de invierno, cuando aún estábamos en Oslo, me dijo que el día que te conoció tú eras, como dicen ahora, su plan B. ¿Qué te parece? Aún te debo el libro.

—Nada viejo, no me debes nada. Tu amistad, conocer a los dos, y saber que en algo ayudé a la felicidad de ustedes, que más puede querer uno. Suerte tuvo de no tener que recurrir al plan B, no hubiera estado a su altura.

Lo abracé de nuevo, me aparté de él para que otras personas lo saludaran y sin que se diera cuenta, sequé de nuevo mis mejillas.

Al momento que los sepultureros hacían esfuerzos por colocar la urna en el interior de un nicho en altura, la tierra comenzó una vez más a moverse.

Algunas personas gritaban, crujieron las sepulturas, se levantó polvo. Los sepultureros tambaleaban arriba de la escala. No lograron mantener el equilibrio; soltaron el ataúd que salió como una flecha directo hacia donde estaba mi compañero, que recibió el golpe en el tórax, cayó hacia atrás y golpeó la nuca contra el borde de una tumba que tenía a su espalda.

Corrí a tratar de auxiliarlo. Estaba mal herido. En su mano izquierda sostenía el marco con el poema. Me miró, me pasó el cuadro y creí entender que dijo: —te lo devuelvo, ya no lo necesito, gracias hermano.

Niégame el pan…/ pero tu risa nunca/ porque me moriría

“Tu risa”

Pablo Neruda

Nota: Este relato quedó calificado entre los 11 finalistas de un total de 290 que se presentaron al  X CERTAMEN INTERNACIONAL DE RELATO BREVE «LA FÉNIX TROYANA» (Valencia, España).

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